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Un regalo de Navidad

Actualizado: 7 ene 2019


El sello Selecta nos regala una antología de relatos navideños que se puede descargar GRATIS 💜 Entre ellos hay uno mío, protagonizado por Shururu de la novela A dónde van los dragones, que es muy especial para mí porque lo escribí para Sandra (@SandraSJaut en Twitter).


Si os gustó u os intriga la novela, podéis visitar su universo en 1700 palabras 🐉 Aunque debo admitir que en este relato no salen dragones...


Portada de la antología de relatos de Navidad del sello editorial Selecta. Aparecen unas ramas de árbol de Navidad y un regalo con un lazo rojo.

Y para abrir boca, aquí tenéis mi relato, que aparece en ella:



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RECUERDOS

Bruno Puelles


Ashala entró en el salón con una jarra de mot. El caldo era muy suave, más de lo acostumbrado, porque cuanto más duraba la guerra menos eran los ingredientes de los que se disponían. Aun así, todos los presentes lo agradecieron. Al otro lado de las ventanas, el día, invadido por una niebla gris y helada, era un nido de sombras.

—Cada una aportaría lo que pudiera —insistió Thaola—. No se trata de que pasemos hambre el resto del mes a cambio de una sola cena.

—Aun así, estaría bien que fuera algo especial —puntualizó Genyra—. El motivo de esta celebración es animarnos un poco, el solsticio de invierno es sólo una excusa.

—Podemos hacer algunas de nuestras especialidades con muy poco —intervino Shururu, convencida—. Mi hermana y yo podemos traer un pastel, hemos descubierto cómo hacerlo sin huevo ni azúcar...

—Yo he hecho varios muñecos de trapo, Genyra los ha visto. Quedan muy aparentes, ¿verdad? Podríamos regalárselos a los niños que vengan...

Las ideas se sucedieron en un chaparrón. Shururu tomó un trago de mot y sonrió. Hacía mucho tiempo que no notaba aquel entusiasmo.

—Sí, pero, ¿dónde lo haremos? Tu salón es el más amplio, Ashala, pero aun así si conseguimos que venga todo el mundo estaremos demasiado apretados.

Thaola agitó las manos, llamando la atención de todos.

—¡Yo sé dónde! En la antigua casa de fiestas. Está abandonada, allí no molestaremos a nadie y cabremos perfectamente.

—Buena idea. Iremos a verla en cuanto acabemos aquí —resolvió Ashala—. Queda cerca de tu casa, Shu, ¿vendrás con nosotras?

Ella asintió. Con suerte no se le haría demasiado tarde: a la hora de la cena su hermana necesitaría ayuda con los niños.

*

Hasta que empezó la guerra, en la antigua casa de fiestas se habían celebrado los conciertos, bailes y reuniones de los habitantes de las granjas y caseríos que formaban Raoamin. Sin embargo, Shururu, Ashala y Thaola tenían la sensación de no haber entrado en ella desde hacía una vida entera. El edificio, de piedra sólida, parecía viejo y destrozado. Los marcos de las puertas y ventanas, adornados y elegantes, estaban llenos de musgo. Se escuchaba el viento aullando entre los cristales rotos. Las tres mujeres entraron sin dificultad: la cerradura, rota y llena de óxido, se abría al empujarla.

—El espacio es estupendo, aunque un poco sobrecogedor —dijo Ashala.

—Hace frío —dijo Thaola—. Mejor que vengamos bien abrigados.

—Bueno, en mi casa también hace frío —repuso Ashala.

—En todos lados —atajó Shururu. No había suficiente leña para calentar las habitaciones.

Pasó la mano por las paredes, acariciando los relieves de la piedra. Aún podía distinguirse que aquel lugar había sido bello.

—Lo llenaremos de farolillos —dijo Thaola—. La luz de las velas bailando en los muros será preciosa. Y pediremos a Keaphine que toque algo de música, seguro que estará encantada.

Se miraron, sonrientes. Organizar una cena que reuniera a los vecinos y les diera una razón para celebrar algo había resultado ser más importante de lo que habían creído cuando se les ocurrió la idea. La gente se había volcado para apoyarlas, todo el mundo quería colaborar. Lo que había comenzado como un entretenimiento banal se había convertido en una fuente de alegría, algo que esperar con ilusión: fenómenos que habían sido infrecuentes en los últimos años.

Una voz enfadada hizo desaparecer sus sonrisas:

—¿Quién os ha dado permiso para entrar ahí? ¡Fuera!

La anciana Malonne, la dueña de la casa de fiestas, agitaba su bastón como si considerase golpearlas con él. Ashala frunció el ceño y se enfrentó a ella.

—No estábamos haciendo nada malo. Queremos organizar una cena en el solsticio y hemos pensado que podríamos hacerlo aquí.

—Vamos a invitar a todo el mundo —añadió Thaola—. También nos gustaría que viniera usted.

—Gracias, pero no. Aquí no se va a celebrar nada.

Las tres amigas salieron a la calle. Aquello era un inconveniente grande, sobre todo después de haber imaginado cómo lo organizarían todo en aquel lugar. El sitio era perfecto.

Ashala, indignada, bufó que había que convocar otra reunión de urgencia.

—Mañana en mi casa a primera hora. Hay que avisar a los demás.

Se apresuraron para volver a sus hogares, con la noche sobre ellas.

*

No había mot, porque Ashala estaba guardando las verduras de las que disponía para el que esperaba que fuera el plato estrella de la fiesta. El ambiente estaba cargado de furia: Ashala había logrado incendiar los ánimos ante la injusticia de ver arruinada su cena sólo por el egoísmo sin sentido de una anciana loca.

—Ni que fuéramos a romper ese sitio inútil —repetía Thaola cada vez que encontraba un hueco en la conversación.

—Con lo razonable que suele ser Malonne...

—No, era razonable hasta que su hijo se marchó —comentó alguien, y nadie preguntó a dónde y por qué se había ido, porque sólo había una respuesta posible—. Desde que su marido y ella viven solos, no son los mismos. Ninguno de los dos.

—Aquí todos hemos perdido a gente en la guerra —dijo Ashala, con dureza—. Todos tenemos nuestras tragedias personales y aun así no fastidiamos a los demás sin motivo, eso es de miserables. La vida es ya lo bastante difícil sin que nos convirtamos en enemigos unos de otros...

Un murmullo de asentimiento recorrió el salón. Shururu estaba de acuerdo, pero sintió una punzada de culpabilidad cuando días más tarde se enteró de que Genyra se había negado a venderle verdura a Malonne y la había expulsado de su tienda.

*

La hermana mayor de Shururu, Dirue, había heredado la habilidad para la costura de la madre de ambas. En cambio, a Shururu le gustaba más pintar, y sus cuadros no tenían nada que envidiar a los bordados de Dirue. Por eso por las mañanas se quedaba en casa, ocupándose de esta y de sus dos sobrinos, mientras su madre y su hermana iban a la sastrería. Cuando terminaba todas las labores, aún quedaba algo de tiempo para pintar.

Aquel día no pudo hacerlo. Estaba demasiado consternada por la cena y, después de comer, mientras los niños dormían la siesta, preparó un poco de mot y se sentó junto a la ventana. Vio bajar la calle a Malonne, temblando un poco. Shururu apretó con los dedos la taza caliente.

—¿Le apetece una taza de mot?

Malonne la miró, asombrada al verla asomándose por la ventana, pero asintió. Shururu le abrió la puerta. Se sentaron juntas en la cocina.

—Gracias —dijo Malonne.

—No es nada. Hace mucho frío.

Mientras la anciana bebía, Shururu cogió una cesta y la llenó con algunas hortalizas.

—Llévesela, a nosotros no nos hace falta —mintió.

Malonne intentó agradecérselo, pero se le quebró la voz y sollozó. Shururu, atónita, se estrujó las manos, sin saber qué hacer.

—Lo siento —dijo Malonne—. Sé que eres una de los que organizan la cena. Tus amigos están muy enfadados conmigo. —Hizo una pausa, pero Shururu no respondió—. Antes, en esa sala, se daba una clase de baile para niños. Cada pocos meses, cuando tenían ensayada una pieza, la bailaban allí. Podía ir a verles quien quisiera. ¿Te acuerdas de eso?

—No —respondió Shururu, con sinceridad.

—Mi nieta iba a esa clase. La pobrecita no tenía madre desde muy pequeña. Por eso, cuando mi hijo se fue, nos dejó a la niña a mi marido y a mí. La seguí llevando a su clase de baile. Le encantaba. Tenía seis años cuando bailó por primera vez delante de un público. Todos los niños hacían de copos de nieve, vestidos de blanco. Fue muy bonito. Mi nieta me contó que aquel había sido el mejor día de su vida y que tenía ganas de que volviera su padre para contárselo. La criatura se acordaba mucho de él, aunque se había marchado cuando ella aún era un bebé...

Las tazas estaban ya vacías. Shururu se levantó para rellenarlas, sin querer interrumpir la historia de la anciana. Aunque sabía el final.

—Muchos niños se pusieron enfermos ese año. Ella luchó contra la enfermedad durante mucho tiempo y fue de las últimas en morir. Mi hijo todavía no lo sabe, porque no quiero darle ese disgusto mientras esté fuera...

Sus palabras se perdieron en el aire congelado de la cocina. Callaron durante un buen rato. Shururu no sabía qué responder a aquello.

—En invierno, me parece sentir una conexión con mi nieta en la sala de fiestas. Y cuando nieva y los copos se cuelan dentro, siento la misma felicidad que ella. Creo que está allí. Si hay otra gente en la sala, la presencia de mi nieta se disipa... y es ya lo único que me queda de ella.

La anciana se puso de pie y le dio otra vez las gracias por el mot. Shururu la acompañó a la puerta. Aunque insistió, Malonne no quiso llevarse la cesta.

*

Decidieron celebrar la cena en casa de Ashala. Lograron despejar de muebles el salón y lo decoraron con farolillos. Aunque fue mucho trabajo, quedaron satisfechos con el resultado. Shururu volvía a sentirse ilusionada de camino a casa, con uno de los farolillos en la mano y una invitación a la cena, escrita a mano y decorada con un dibujo que había hecho ella misma. Se detuvo en la casa de Malonne para darle la invitación.

—¿Seguro? No sé si me querrán allí —murmuró ella, en tono distante.

—Seguro —respondió Shururu. Sus ojos brillaban de cariño.

Estaba oscureciendo ya, pero aún tenía algo que hacer. Llegó a la casa de fiestas, empujó la vieja cerradura y, una vez, dentro, encendió la vela del farolillo. Lo colocó en el suelo, lo más resguardado posible. La sala se llenó de calidez.

Shururu salió de nuevo a la calle y emprendió el camino de vuelta a casa.

Estaba empezando a nevar.


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